Los intereses ambientales y el trabajo agroaéreo

Nos proponemos a través de este trabajo responder a la pregunta de si es satisfactorio el régimen jurídico vigente que regula el trabajo aéreo.
Para responderla hacemos una descripción de las diferentes aplicaciones agroaéreas así como del uso de plaguicidas y sus efectos adversos sobre el entorno.

Publicado Revista Gerencia Ambiental, Buenos Aires, Año 4 (1997) – Nro. 33, pp. 190/192-210/212.

 Autor: Griselda D. Capaldo

La O.A.C.I. (Organización de Aviación Civil Internacional, organismo dependiente de N.U.)  define al trabajo aéreo como un conjunto de operaciones especializadas de la aviación comercial que no incluyen a las que son propias del transporte aéreo. Con idéntico sentido, nuestro Código Aeronáutico (ley 17.285) entiende que el trabajo aéreo comprende toda actividad comercial aérea con excepción del transporte (art. 92). Esta inclinación del legislador, tanto nacional como internacional, a dar una definición por exclusión encuentra su razón de ser en que la amplia variedad de aplicaciones aéreas frustran todo esfuerzo por construir una definición contextual.

Las principales esferas de aplicación pueden dividirse en nueve grandes sectores: agrícola-ganadero, prospección y cateo, fotografía y filmación aéreas, publicidad y propaganda, patrullaje e inspección, lucha contra incendios, producción de aire turbulento, acuicultura y otros posibles usos no catalogados. De todas ellas, indudablemente la primera es la más relevante, tanto desde el punto de vista económico como de la frecuencia con que se las emplea.

Históricamente la primera oportunidad en que se utilizó a las aeronaves en la lucha contra las plagas de la agricultura data del año 1911, cuando Alfred Zimermann – inspector forestal de Alemania, considerado más tarde “padre de la aviación agrícola” – patentó en Berlín la idea de combatir a las plagas forestales utilizando aeronaves para la aplicación de  los productos químicos desde el aire. La primer experiencia argentina data de 1926 y fue llevada a cabo por el piloto Gustavo Gerok y por el instructor Marcelini Viscarret, propietario del biplano SALM, con el que hicieron demostraciones de espolvoreo de arsenito de sodio sobre “mangas” de langostas que asolaban los cultivos de la zona de Rafaela. Si bien la especialidad recibió su mayor impulso luego de la Segunda Guerra Mundial debido a la carencia mundial de alimentos, el desarrollo de nuevos productos químicos (entre ellos el DDT) y la desmovilización de la industria de guerra con una alta disponibilidad de pilotos y aeronaves a bajo costo, el mayor espaldarazo lo recibe merced a las investigaciones realizadas a mediados de siglo por la Universidad de Texas para el desarrollo del primer prototipo de avión para uso específicamente agrícola.

Aplicaciones agroaéreas : el uso de plaguicidas y sus efectos adversos sobre el entorno. ¿Es satisfactorio el régimen jurídico vigente?

La expansión del uso de las aeronaves en distintas aplicaciones agrícolas tiene su correlato jurídico en el incremento de causas vinculadas con la responsabilidad por daños a terceros en la superficie debido a que las tareas de fumigación, rociado y espolvoreo han afectado a fundos linderos, a la biota o a personas, por completo ajenas a la actividad, que sufrieron serios trastornos de salud por inhalación o absorción de los productos químicos arrojados desde la aeronave.

En el orden jurídico internacional, la O.A.C.I. recomienda ciertas medidas de prevención para la seguridad de las operaciones de la aviación agrícola en el Doc. 9408 – AN/922. Ellas se refieren casi exclusivamente a las aptitudes físicas y psicológicas del piloto así como las que hacen a su seguridad personal. Un solo ítem menciona, lacónicamente, la necesidad de hacer un estudio previo de las características tóxicas de los productos que se van a emplear y de cómo afectan al ser humano. El resto de las recomendaciones aluden al adiestramiento y selección del piloto, cualidades técnicas de la aeronave, estudio de las condiciones meteorológicas reinantes, inspecciones previas al área de trabajo, característica de las pistas para uso exclusivo de aplicaciones agroaéreas, etc.

En el orden local se hallan vigentes el Decreto 2836 del 3/8/71, reglamentario de las artículos 131 y 132 del Código Aeronáutico, el Decreto 1954 del 14/7/77 que reglementa el art. 76 del mismo cuerpo normativo, el Decreto 2352/83 sobre “Faltas Aeronáuticas”, la norma AIC 36/85 (del 20/12/85), y la Disposición 4281 bis (del 29/4/87) emitidas ambas por el Comando de Regiones Aéreas, y finalmente el Decreto 671/94 derogatorio de la Resolución 571/68.

El primero regula las condiciones bajo las cuales se autoriza la realización de trabajos aéreos, indicando que los peticionantes podrán ser tanto personas físicas como de existencia ideal que posean capacidad técnica y económica para ejecutar la especialidad de que se trate. El segundo se limita a estipular cuáles son las certificaciones de idoneidad que deben poseer quienes aspiren a obtener una licencia como “piloto aeroaplicador”.La norma AIC 36/85 dedica su apartado 4 a los talleres aeronáuticos y empresas de trabajos agroaéreo, exigiendo que se los habilite como aeródromos privados siempre y cuando reúnan las condiciones mínimas para tal acreditación. Esta norma debe complementarse con la Disposición 4281/87 que se hace eco de la inquietud generada por los numerosos perjuicios causados a terceros por la actividad “en tierra” de las empresas o personas físicas dedicadas a la fumigación o rociado de sustancias químicas por medio de aeronaves. En ese sentido, se prohiben las operaciones de carga, descarga, trasvasamiento y depósito de plaguicidas, así como el lavado de las aeronaves impregnadas por esos tóxicos, en las áreas de movimiento de los aeródromos públicos y dentro de hangares o superficies cubiertas que no sean de propiedad de quien se dedique a realizar tareas agroaéreas. Finalmente, el Decreto 671 regula los tiempos máximos de exposición, contados en horas y días consecutivos, a los que deben ajustarse los pilotos de las aeronaves dedicadas a las tareas de fumigación, rociado, espolvoreo, siembra y todo trabajo agroaéreo en general.

Como acabamos de verificar, ninguna de las normas citadas toma en cuenta los daños ambientales producidos por esta especialidad del trabajo aéreo.

Desde el punto de vista contravencional, el Decreto 2352/83 en su art. 5 prevé las sanciones de apercibimiento, multa o suspensión temporaria hasta por 6 meses a quienes realicen trabajos aéreos sin estar habilitados para hacerlo, o lo hagan sin licencia de vuelo o estando ésta vencida, o sin contratar o renovar los seguros pertientes, o cuando contraviniesen las disposiciones sobre fotografía aérea, o no presentase en término los cuadros demostrativos de ganancias y pérdidas, o no respetase los tiempos máximos de actividad específica para el personal aeronáutico que ejecute los trabajos en cuestión. Esto significa que desde el punto de vista contravencional el daño al ambiente o a la biota ni siquiera son calificados como infracciones administrativas, razón por la cual tales conductas no devienen sancionables. Ergo, la situación debiera ser resuelta por vía del ilícito civil aplicando analógicamente la figura aeronáutica de los daños a terceros en la superficie, regulada a nivel internacional por el Convenio de Roma de 1952 y a nivel interno por los arts. 155 y siguientes del Código Aeronáutico, con todas las limitaciones jurídicas que exhibe este instituto cuando se intenta aplicarlo a los deterioros ambientales provocados por la aviación, como veremos en el punto siguiente.

Daños a terceros en la superficie : marco teórico

Hemos pensado muchas veces que el mejor punto de partida que disponíamos para dar encuadre jurídico a los daños ambientales producidos por la aviación en general y por el trabajo aéreo en particular es el Convenio de Roma de 1952 sobre daños causados a terceros en la superficie, ratificado por nuestro país e incorporado con algunas variantes al Código Aeronáutico de 1967. La figura responsabiliza al explotador de la aeronave (operador, en el convenio) por los daños sufridos por terceros en la superficie provenientes de una aeronave en vuelo, o de una persona o cosa caída o arrojada de la misma o del ruido anormal producido por aquélla, siempre que sean consecuencia directa del acontecimiento que los ha originado.

El convenio internacional, a su turno, suprime la frase “cosa arrojada” (vgr., los plaguicdas)  y excluye implícitamente los daños causados por el ruido anormal de las aeronaves. Debido a estas defiencias, la ley local luce como un instrumento jurídico de mayor jerarquía científica que el internacional. Sin embargo ambos documentos, para ser aplicables, presuponen la existencia de daños a las personas o a sus bienes, con lo que queda descartado el ambiente como bien jurídico amparado por la legislación aeronáutica. El legitimado activo, entonces, sólo puede ser una persona física o jurídica que reclama por los daños que ha sufrido en sí misma o en bienes de su propiedad o sobre los cuales posee un interés legítimo. Dentro de este marco institucional no habría lugar para el daño al ambiente, ni tampoco un legitimado activo para reclamar por ello. No obstante, destacamos un elemento valioso del texto nacional. Es la alusión a que el daño también puede provenir de “cosas arrojadas” desde una aeronave en vuelo, donde sin demasiado esfuerzo pueden incluirse los productos químicos empleados para la fumigación, espolvoreo o rociado de campos. Pero nuevamente la necesidad de que haya una víctima concreta acota la dimensión ambiental de la norma, puesto que esta fórmula jurídica excluye la tutela de los intereses colectivos o difusos.

Código internacional de conducta de la FAO para la distribución y utilización de plaguicidas

La FAO, en su 23° período de sesiones (año 1985), aprobó mediante Resolución 10/85 un Código de Conducta al que consideró útil y oportuno para los países que no tenían reglamentos ni infraestructura normativa para la distribución y empleo de plaguicidas, como es el caso de la Argentina, salvo un pequeño elenco de normas que datan de los años 1959 (ley 3489), 1969 (ley 18073), 1970 (ley 18796) y 1973 (ley 20418), todas ellas previas a las actuales inquietudes ambientalistas.

La naturaleza de sus normas (son recomendaciones) nos permite encuadrarlas dentro de la categoría de soft law, aunque este matiz voluntarista no descarta que se lo utilice como base para la legislación nacional en caso de ser necesario. Su objetivo primordial es enunciar las responsabilidades y establecer normas de conducta para las entidades públicas y privadas, incluyendo a usuarios y consumidores (art. 1.4) que intervienen o influyen en la distribución y utilización de plaguicidas, con el objeto de conseguir que los beneficios que se derivan de su uso se obtengan sin notables efectos perjudiciales para los seres humanos o el ambiente (art. 1.2). También se propone, entre otras metas, asegurar su utilización eficaz para mejorar no sólo la producción agrícola sino además “la sanidad de los seres humanos” fomentando prácticas que reduzcan al mínimo los efectos adversos sobre el hombre y el medio ambiente, así como la prevención del envenenamiento accidental derivado de una manipulación impropia (art. 1.5.3  y  4).

El código alude a la “utilización de plaguicidas” y es obvio que cualquier agroaplicación aérea presupone su utilización. Pero la norma internacional añade un elemento más : evitar que ello produzca efectos perjudiciales notables sobre los seres humanos o el ambiente, lo que nos abre la puerta de un ámbito de aplicación mucho más amplio que el que nos ofrece el propio Código Aeronáutico argentino, ya que los daños producidos en ocasión de realizar trabajos aéreos son asimilados a los ocasionados a terceros en la superficie, instituto que – como vimos oportunamente – es insuficiente para dar una solución jurídica a los problemas ambientales provocados por la aviación.

A tales efectos, es interesante rescatar la disposición contenida en el art. 6, que señala al Estado, a los fabricantes y a la industria de plaguicidas como principales responsables de la disponibilidad, distribución, utilización, producción y fiscalización de estas sustancias. Para proveer a estos fines el Estado debe llevar un registro donde consten las importaciones y la formulación de plaguicidas con el doble objeto de aprobar su venta y utilización y de evaluar los posibles efectos en la salud humana o el ambiente. En gran medida esta recomendación se cumple en nuestro país merced a los registros que lleva la Dirección de Habilitación y Fomento de la Fuerza Aérea donde constan todas las personas y empresas dedicadas al trabajo aéreo, así como el control simultáneo que realiza la Dirección de Sanidad Vegetal donde se hace constar, en un formulario tipo, la designación del producto utilizado, las dosis empleadas, la cantidad de hectáreas fumigadas, el tipo de cultivo y de maleza o plaga a tratar, las condiciones meteorológicas en que sse efectuó la tarea, el piloto que la realizó, individualización de la aeronave por su número de matrícula y finalmente las horas y días trabajados.

A su vez, por el art. 8 se insta a la industria a adoptar las medidas necesarias para asegurar que los plaguicidas que entren en el comercio internacional se ajusten a las especificaciones de la FAO y de la OMS en lo que respecta, entre otras consideraciones, a su transporte. En este punto el artículo hace especial mención de la O.A.C.I. y de la I.A.T.A. (International Air Transport Association), lo que debe interpretarse como una invitación para que estos organismos internacionales formulen estándares universales para el transporte de plaguicidas en cuanto sustancias peligrosas. No tenemos conocimiento de que la I.A.T.A. haya emitido directiva alguna al respecto, en cambio la O.A.C.I. ha estado trabajando desde el año 1981 en un conjunto de normas y métodos recomendados para el transporte internacional sin riesgos de mercancías peligrosas por vía aérea, cuya última edición data del mes de julio de 1989 y ha sido incorporada como Anexo 18 al Convenio de Chicago de 1944 sobre “Aviación civil internacional”. Nótese que en este caso estamos hablando de transporte y no de trabajo aéreo, por lo que ninguna utilidad tiene este conjunto de reglas para el tema que estamos analizando dado que su ámbito de aplicación en razón de la materia se circunscribe al transporte de tales productos, mientras que la figura del trabajo aéreo por definición lo  excluye.

En suma, el mérito principal de este Código de Conducta de la FAO radica en que señala explícitamente al ambiente como bien jurírico protegido, lo que importa una ventaja diferencial sobre las normas aeronáuticas locales que omiten declararlo como bien tutelable.

Responsabilidad por la aplicación aérea de plaguicidas, insecticidas, herbicidas y fertilizantes

Los expertos señalan un amplio número de ventajas derivadas de las tareas de aeroaplicación de sustancias por espolvoreo, rociado o fumigación, en comparación con las brindadas por equipos terrestres. Entre ellas se destacan una mayor capacidad de trabajo, una menor subordinación a los agentes atmosféricos, y una mayor penetración del asperjado en el follaje en comparación con las gotas impulsadas por equipos terrestres, además de evitarse el daño por pisoteo y compactación que producen éstos. Sin embargo, a todas estas ventajas comparativas se oponen otras desventajas que comprometen a menudo la responsabilidad jurídica de quien cumple estas tareas. Asi pues, si bien los reclamos judiciales por daños causados por efectos retardados en el uso de pesticidas son bastante recientes, las demandas por daños inmediatos vinculados con la aeroaplicación datan de 1930, al menos en los Estados Unidos [1], donde pueden encontrarse los más variados e interesantes antecedentes jurisprudenciales.

Los fundamentos habituales en que se fundan las demandas interpuestas ante los estrados norteamericanos por daños producidos a consecuencia de la fumigación, rociado o espolvoreo de productos químicos realizados mediante el empleo de aeronaves son las negligencia, la responsabilidad estricta u objetiva, el nuisance y el trespass.

Con relación a la negligencia con que actúa el explotador de la aeronave o el dueño del fundo fumigado, se presenta el dilema de precisar cuál es el estándar mínimo de diligencia que debe exigirse a quien realiza este tipo de tareas, por debajo del cual su conducta puede ser calificada como negligente. Por lo general basta un mínimo de culpabilidad para que el aeroexplotador sea declarado responsable. La severidad con se aprecia su conducta se debe a que la mayoría de los tribunales estaduales ven al trabajo agroaéreo como “inherente o extremadamente peligroso”. Así pues, en el caso “Boroungh v. Joiner” (Alabama, 1976) se sostuvo que, aún cuando la responsabilidad que se impone al propietario del fundo no es absoluta ni objetiva, no obstante le es imputada en razón de que no obró con el debido cuidado respecto de un trabajo que puede ser suficientemente peligroso como para producir lesiones o daños a terceras personas, a menos que se tomen todas las precauciones del caso. Con igual criterio, en autos “Ligocky v. Wilcox” (New York, 1980) se anticipó que a medida que se incrementa el peligro de un daño que debe ser razonablemente prevenido, también se incrementa el umbral de la diligencia exigida.

En el caso “Heeb v. Prysock” (1952) la Corte Suprema de Arkansas halló culpable al granjero que conocía o debía conocer que, cuando aplicara desde una aeronave la sustancia 2.4-D, podría ser llevada por el viento desde su fundo hasta los campos vecinos. En la causa “Parks v. Atwood Crop Dustos, Inc.” (California, 1953) los demandados también fueron declarados culpables porque conocían o debían haber conocido que el viento arrastraría a las sustancias desfoliantes sobre los campos de algodón del fundo vecino en el momento mismo en que eran aplicadas.

Por su parte, la responsabilidad estricta, causal u objetiva fue aplicada por vez primera por los tribunales de Louisiana contra los granjeros y los explotadores de la aeronave empleada en la aplicación de herbicidas en el caso “Gotreaux v. Gary” (1957). Este precedente fue aplicado a posteriori por los tribunales de Oklahoma, Washington y Oregon. También fue utilizado para decidir la causa “Augustine v. Dickenson” (1981) luego de que varios árboles de fincas vecinas muriesen o se deshojasen después de que un campo cercano fuera rociado con un desfoliante empleado para preparar el terreno para su posterior siembra.

Sin embargo, la primera vez que los tribunales norteamericanos tuvieron que resolver un caso de daños provocados por la aplicación de pesticidas mediante fumigación aérea, aplicaron la teoría del nuisance. El nuisance es cualquier daño causado por una conducta irregular que se lleva a cabo fuera de su ambiente o medio habitual. En el caso “S.A. Gerrard Co. v. Fricker” (1933) la Corte Suprema de Arizona determinó que la aplicación de productos químicos mediante aeronaves en ayuda de la agricultura era una actividad inherentemente peligrosa, por lo que correspondía hacer resposable al dueño del fundo fumigado por la muerte de las abejas de los panales de su vecino.

La teoría de la responsabilidad por trespass (que presupone la comisión de un acto ilícito, culposo o doloso), fue aplicada por los tribunales californianos en el año 1949 en el caso “Lenk v. Spezia”, donde se comprobó que la muerte de los animales se debía a la sustancia con la que recientemente había sido rociado el fundo lindero. Sin embargo se exigió a Lenk que demostrara que la aspersión había sido hecha voluntaria, maliciosa o deliberadamente para destruir sus colmenares. El actor resultó vencido en la etapa probatoria debido a que el demandado le había advertido que su campo iba a ser espolvoreado, pero Lenk se negó a trasladar sus colmenas para colarlas a buen resguardo. En el caso “Schronk” (Waco, 1964), por el contrario la Corte encontró fundada la demanda a causa de que la aeronave empleada en el trabajo agroaéreo sobrevoló el espacio aéreo del fundo vecino con su equipo de fumigación operando a pleno y tal actividad interfirió irregularmente el derecho de goce que éste tenía sobre los campos de su propiedad perjudicando además sus cultivos.

También hay varios casos documentados sobre daños sufridos en espejos de agua, utilizados para la siembra comercial de alevinos, debido a los productos químicos lanzados desde las aeronaves sobre fundos colindantes.

Hemos dejado deliberadamente para el final el caso “Oregon” (1983) pues es el único en que se ventiló ante los estrados norteamericanos el daño ambiental producido por cierto trabajo agroaéreo. Se trata de una demanda interpuesta por un grupo ambientalista con el objeto de detener la fumigación aérea de unos predios cercanos al área urbana basado en que ello era violatorio de las normas FIFRA (Ley Federal sobre Insecticidas, Fungicidas y Raticidas) sobre aplicación aérea de productos tóxicos o venenosos. La norma exige, en estos casos, un estudio previo de impacto ambiental. Las autoridades locales consideraron que era suficiente seguir las instrucciones contenidas en la etiqueta del producto que advertía a los consumidores evitar su inhalación o que tomara contacto con la piel o los ojos.  Como la advertencia fue dada a conocer públicamente, el tribunal del Noveno Circuito no consideró que se hubiese configurado violación alguna a las normas vigentes y rechazó el planteo argumentado que el caso no creaba un derecho privado de acción en cabeza de los ciudadanos.

Cálculo del daño

Una de las mayores dificultades con la que ha tropezado la justicia norteamericana es el cálculo del valor del daño irrogado. En líneas generales se han justipreciado los siguientes parámetros : el valor de mercado de la cosecha antes de producido el daño y el valor actual del mismo producto luego de ser afectado por las operaciones de fumigación. Una vez calculada la diferencia se deducen los costos de marketing, recolección de la cosecha y transporte del producto al mercado. La cifra final representaría el valor aproximado del daño.

La justicia de Arkansas, por el contrario, toma en cuenta el rendimiento anual del año anterior para establecer cuál habría sido el rinde probable que la cosecha habría arrojado de no haberse producido el daño. Los tribunales de Louisiana prefieren, por su parte, calcular el rendimiento promedio de los últimos años para valuar el monto del daño, mientras que los de Texas extrapolan el rinde de los períodos anteriores y cruzan esa información con otra más ajustada a las circunstancias reales, tales como si los factores climáticos perjudicaron o beneficiaron las cosechas, si los granjeros eran los mismos de años atrás y si el tipo de cultivo era de la misma variedad o difería. Igual criterio genérico es seguido cuando se trata de calcular los daños sufridos por animales a causa de las tareas agroaéreas. Finalmente, en algunos Estados no se liquidan los daños punitivos, que equivalen a nuestra indemnización por perjuicios morales, salvo en los Estados de California y Louisiana.

Finalmente, en la Argentina contamos con escasísimos antecedentes jurisprudenciales. El más lejano data del año 1964 (aunque la sentencia de primera instancia fue pronunciada en 1960) y corresponde a los autos “Guevara Lynch  c. T.A.F.T.  SRL”, resuelto durante la vigencia del ya derogado Código Aeronáutico (ley 14.307), en donde se encontró culpable al demandado por los daños ocasionados en un campo vecino al que fuera fumigado para combatir la maleza, ocasionándole la pérdida parcial de su cultivo de esponjas vegetales.

Apreciación final

Merced al análisis de los casos comentados observamos que, cualquiera sea el marco teórico al que se apele, las condenas recaen invariablemente sobre el explotador de la aeronave que realizó el trabajo aéreo en la medida que de ello haya resultado un daño a las personas o cosas de los fundos vecinos. Es decir, en ningún precedente se ponderó el daño ambiental, como bien genérico jurídicamente tutelable, salvo en el caso “Oregon” que culminó con el rechazo de la pretensión procesal interpuesta por el grupo ecologista.

También se observa que el espectro de daños indemnizables se limita a las consecuencias directas e inmediatas, dejando de lado otras de naturaleza indirecta o mediata dentro de las cuales encuadran generalmente los daños producidos al ambiente.

Estas falencias a la hora de juzgar los casos concretos son clara secuela de la falta de normas aeronáuticas con contenido ambiental, y a su vez, esta falta de tutela legal tampoco ha sido remediada a través de creaciones o interpretaciones jurisprudenciales.

Dada la creciente dimensión adquirida por los temas ambientales nos preguntamos si no ha llegado el momento de hablar de un Derecho Aeronáutico Ambiental que, como institución subordinada a la ciencia aeronáutica en tanto rama autónoma de la enciclopedia jurídica, sea incorporado como un nuevo Título dentro del Código Aeronáutico, regulando a través de diversos Capítulos cada uno de los intereses ambientales afectados por la aviación, entre ellos los vinculados con el trabajo agroaéreo.


[1]     Chappiuis, Richard (Jr.) : “The Flight of Toxic Tort – Aerial Application of Insecticides and Herbicides : from Dirft Liability to Toxic Tort”, en Journal of Air Law and Commerce – Vol. 58/1992, pág. 411.